En medio de una ferviente congregación de la ciudad de Mariano Acosta, un adolescente extrovertido y lleno de energía, escuchaba el partido de fútbol en la radio, mientras el predicador instaba al arrepentimiento.
¿Habrá habido entre los allí presentes quienes pudiesen imaginar que, pocos años más tarde, ese mismo adolescente daría literalmente su vida por su fe en Cristo?
¿Quién habría podido vislumbrar que esa incipiente rebeldía sería usada poco después por Dios para resistir a toda una jerarquía militar?
Daniel Gava recibió a Cristo con el mismo entusiasmo que ponía en el fútbol, y aun mucho más, pues estuvo dispuesto no sólo a vivir sino también a morir por Cristo.
Pocos días después de haber aceptado a Jesús como su Señor y Salvador, todo su entorno recibió muestras de ese nuevo nacimiento. La carnicería familiar donde trabajaba, en cuyas paredes había escrito “Viva Independiente” ahora estaba llena de versículos bíblicos.
Su ministerio fue como una estrella fugaz: corto pero impactante. No sólo por su trágico final. Muchas familias recuerdan la clásica visita de Daniel, siempre acompañado por uno o dos de sus amigos, dando un fuerte testimonio de su fe, y al irse, dejar en ellos la fuerte impresión de haber recibido un avivamiento espiritual, una visita de bendición.
Un año después de su conversión, jóvenes de distintas congregaciones se habían reunido a forma de despedida: Daniel partía para hacer el servicio militar.
En la Argentina de la década del 50, ser evangélico no era fácil. Integrante de una pequeñísima minoría dentro de una sociedad fuertemente católica, Daniel partía dispuesto a dar un testimonio totalmente diferente comparado con una religión que bendice las armas.
La Iglesia Católica y la Milicia, eran dos baluartes intocables de nuestra sociedad. Podían derrocarse gobiernos, pero las Fuerzas Armadas y el catolicismo permanecían fuertemente ligados al poder. No había margen para la disensión democrática que hoy disfrutamos. Había que obedecer.
Pero Daniel tenía muy claro que había que obedecer a Dios antes que a los hombres, y como un anticipo de lo que sería su lucha, en esa noche de despedida, dijo a los allí presentes: “No me van a ver pelado”.
Hubo quienes lloraron. Y muchos quedaron con un presentimiento amargo en sus corazones...
“No obedecí órdenes que Cristo no hubiera obedecido” decía su telegrama.
Tenía que recurrir al telégrafo pues gran parte de sus cartas eran interceptadas.
Pero algunas de sus cartas que aun hoy se conservan relata los malos tratos que recibía.
Sus “superiores” no podían lograr que él portara un fusil. Se lo tiraban y él lo dejaba caer al suelo. Estaba decido a no portar un arma, aunque para eso tenga que desafiar, él solo, a sus superiores del ejército.
En medio de ese infierno, Daniel siempre encontraba consuelo refugiándose en la oración y la lectura de la Palabra. Y tarareando uno de sus himnos preferidos: “Del amor divino....quién me apartará? ...”
Cuenta uno de sus compañeros del regimiento: “Solían pegarnos “bailes” tremendos, y a él le exigían mucho más, pues lo trataban muy mal. Por la noche, quedábamos todos exhaustos, pero el cansancio no le impedía a Daniel abrir un pequeño librito que llevaba siempre consigo y nos leía la palabra de Dios”.
A sólo 20 días de su reclutamiento, los militares del regimiento de comunicaciones de Choele Choel devolvieron el cuerpo de Daniel a su madre, encerrado en un ataúd. Intentaron disfrazar su muerte diciendo que se había quedado dormido mientras lo llevaban en un camión y se cayó del mismo...pasándole una rueda por encima...
Hay países que sus leyes contemplan los casos de “objetores de conciencia” por lo cual los conscriptos que no quieren portar armas realizan otras tareas dentro de las reparticiones militares, como limpiar, administrativas, etc. Pero en la Argentina nunca se supo lograr un equilibrio en este sentido, y se pasó del servicio militar obligatorio al optativo.
El detonante fue la muerte de otro creyente: el soldado Omar Carrasco.